El trasplante del bonsái


Sentada en el piso de su terraza, Lucía se disponía a desenterrar el pequeño Palo Borracho de su aún más pequeña maceta. Era ya la cuarta vez que lo hacía, una por cada uno de los últimos cuatro años.

Había puesto el pequeño gajo en la tierra el mismo día que Mariano había ido por primera vez al jardín de infantes, luego de verlo partir en el micro escolar y decirle a Marta (la sobrina que vivía con ellos y que en realidad no era su sobrina) que lo miraba junto a ella "¿no es el más hermoso de todos?"

Ese día, luego de que el micro partió y de que Marta había salido hacia su trabajo, Lucía había tomado el gajo que ya tenía preparado, había puesto tierra en la maceta de no más de 20 cm de diámetro y lo había plantado.

Luego lo puso entre otras macetas que contenían otros gajos y lo miró largamente mientras el sol de la mañana subía e iluminaba el jardín. Allí, puesto entre las otras macetas, el gajo apenas plantado parecía indefenso y asustado, con ese presente incierto que tienen los recién llegados. Finalmente, Lucía sonrió y dijo "Vos no sos como los otros. Vos sos especial. Vos sos mío".

Y lavándose las manos con el agua que salía de la manguera se metió en la casa.

Ahora, 4 años después, sentada en el piso de su terraza, mientras sacaba la tierra de las raíces del pequeño árbol que ya medía unos 25 cm de alto, Lucía lloraba. Tomaba una raíz entre sus dedos y suavemente la recorría desde el tronco hasta la punta quitándole toda la tierra mientras sus lágrimas descendían desde sus ojos hasta el final de sus mejillas y caían al piso; como en una danza en la que cada uno baila a su propio paso sin darse cuenta de que ese paso es también el del otro.

¿Dónde había quedado ese primer día de Mariano en el jardín de infantes? ¿Dónde aquella felicidad de lugar llegado? ¿Qué había pasado con ese mundo de pompa de jabón que había explotado de golpe dejándola con los ojos abiertos de cara al cielorraso oscuro de cada oscura noche?

Desnudando las raíces de tierra, Lucía no se daba cuenta de que se iba desnudando a sí misma, viéndose así tan frágil como los pequeños filamentos que escurría entre sus dedos.

Estuvo así un largo rato; llorando y escurriendo. Escurriendo y llorando.

Cuando terminó de limpiarlos ya no lloraba. Apoyó el árbol con las raíces desnudas sobre el piso, se escurrió los ojos con las manos sucias de tierra y fue entonces cuando tomó la tijera y lentamente comenzó a cortar una a una las puntas de cada filamento, como retornándolas al estadio anterior. Mientras lo hacía su gesto se endureció y se hizo más cotidiano, como si en el cortar las raíces del pequeño árbol algo de Lucía encontrara la calma. Cuando terminó de cortarlas todas y no hubo ya ni una sola que haya escapado del control de sus manos, Lucía cortó también algunas de sus ramas, dándole al árbol la forma exacta que ella quería para él.

Luego de ello, tomó una maceta apenas más grande que la anterior, pero bastante más pequeña que la que el árbol hubiera necesitado incluso después de la poda y lo colocó en ella cubriendo sus raíces con nueva tierra.

Cuando terminó, Lucía puso al árbol con su nueva maceta nuevamente entre las otras macetas, se puso de pie y lo miró durante unos instantes. Antes de irse se pasó las manos por los ojos, lo miró por última vez y, con un atisbo de sonrisa, finalmente murmuró "Sí. Vos sos mío".