Muro
Hubo un muro. O quizá lo hay.
(Quizá es también el muro propio. Lo que intentamos levantar para separar aquello que queremos y creemos nuestro de aquello que queremos y creemos ajeno, de otro, no merecedor y no perteneciente.
El muro separa, limita, impide.
Incomoda.
Pero también constituye.
Da identidad.
De este lado, lo que soy. Del otro, lo que no soy. Lo que corresponde al otro.)
Este es también el muro de Berlín. Porque Berlín tiene un muro.
Un muro que no está más.
Aunque está ahí.
Uno puede verlo en aquellas partes en las que aún está levantado (y grafiteado, en algunos fragmentos bella y hondamente), También puede verlo en muchas otras partes de la ciudad: En el piso, marcado con adoquines y con carteles que señalan que por aquí pasaba el muro.
También hay lugares donde no puede verse, ni grafiteado, ni en el piso, ni en carteles.
Donde ya no está.
Pero está.
Está en el aire, en el sentir.
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Es verdad ¿cuánto puede conocerse de una ciudad tan impactante como Berlín en sólo 4 días? Por supuesto, nada.
Sólo caminarla. Mucho. Caminarla mucho.
Ir, lógicamente, a los lugares más significativos: La monumental Puerta de Brandemburgo, la Topografía del Terror, la East Side Gallery, el Checkpoint Charlie, la Potsdamer Platz, el Reichstag, entre otros.
Pero, más allá de ello, inspirarla; intentar meterse dentro del clima, tal como me gusta hacer cuando viajo y estoy en una ciudad a la que no conozco (y también en las que ya conozco).
Sin embargo, sé que conocerla verdaderamente es un imposible. Y me acuerdo de mi papá, que siempre decía que se puede ir de vacaciones a un lugar pero que para conocerlo hay que vivir al menos un tiempo allí. Así es, entonces, como no conozco Berlín, al menos desde los parámetros de mi papá. Pero algo la conozco. O al menos conozco lo que sentí en estos 4 días en Berlín.
Y lo que conocí, o lo que sentí al caminar y caminar Berlín fue una historia…
Una historia…
Una historia que no es historia, porque pasó ayer, hace 15 minutos, la semana pasada.
Hace 34 años nada más que tiraron el muro (yo ya tenía 19 años).
Y antes del muro, fueron los 16 años de división de la ciudad sin el muro.
Y antes fue el nazismo.
(El nazismo)
Y la guerra, la segunda.
Y antes la depresión económica.
Y antes, la guerra. La otra, la primera. La que el nazismo usó de trampolín o de excusa para la segunda.
Y antes, no lo sé.
Y entonces, si uno se fija, los últimos 34 años son como un tibio sol, lejano y tembloroso, después de 80 o 90 de hielo y oscuridad. Como un lento amanecer que no termina de amanecer después de "la noche más oscura".
Y eso (o algo de eso) es lo que sentía caminando por Berlín. Como una ciudad que te mira desconfiada. Que no te mira mucho. Que apenas te mira y en seguida baja la mirada. Que casi ni te mira.
Enorme, casi inabarcable.
Y sola. Desierta y solitaria.
Inmensa, desierta y solitaria.
Con gente a la que no le ves los ojos. Que siempre está de espaldas.
Que casi no habla.
Como aquel que sólo confía en no confiar.
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Un detalle
Como me interesa muchísimo la segunda guerra mundial y, fundamentalmente, cómo puede ser que haya sucedido eso, fui a ver el lugar donde (dicen) que se suicidó Hitler (si es que se suicidó, porque otra versión bastante consistente es que murió de anciano en el sur de nuestra querida Argentina). Como sabemos, Hitler vivió los últimos meses antes del "suicidio" en un bunker enorme. Y el día de su aparente muerte, salió del bunker y se pegó un tiro allí nomás, en la entrada del bunker, en el centro de la ciudad.
Cuando planeé el viaje a Berlín, uno de los lugares que más me entusiasmaban era justamente este. Sin embargo, antes de venir, charlando con mi primo que ya había estado antes en Berlín, me advirtió: "Sí, el lugar lo encontrás fácil, llegás enseguida. Pero mirá que no hay nada, ¿eh? Te vas a encontrar con un estacionamiento y sólo un cartel. No quieren que se transforme en un santuario, por eso no hay nada."
Y así fue. Un estacionamiento en una plaza de cemento mínima e inadvertida. Y un cartel explicativo. Nada más.
Quizá hay algo de eso.
Porque la reconstrucción de Berlín en tan pocos años es sorprendente. Es una ciudad que fue devastada en la guerra. Y ahora está plagada de edificios monumentales e impactantes.
Sí, es verdad, hay una iglesia, la Iglesia-Memorial Kaiser Wilhelm, que decidieron no tocar; dejarla con los agujeros provocados por las bombas. Es bella, triste y bella y destruida. En el medio de la ciudad impactante.
Pero más allá de esta iglesia ¿Dónde quedó la devastación? ¿Dónde está lo que fue destruido y las ruinas?
¿Dónde está el resto? El resto de las heridas.
Quizá es como cuando tapamos. Como cuando no miramos. Como cuando edificamos un muro para no ver.
Quizá entonces eso, aquello, lo tapado, lo no visto, lo que queda del otro lado
se nos mete en nuestro respirar cotidiano
está todo el tiempo, justamente porque nunca está.
Un detalle (II)
Dirán que es mi propia proyección y seguramente es así (o, en todo caso será mi proyección y también la de mi pareja, porque ambos sentimos lo mismo): Cuando tomás el metro en Berlín, nadie te pide el boleto. Lo sacás en una máquina, pagás y directamente te metés en el metro. No hay molinetes ni puertas ni nada. Nada de nada. Nadie te controla. Nadie te mira. No hay guardias de seguridad, no hay nadie de la empresa. Ni cuando entrás ni cuando salís.
No hay nada de nada.
Nada.
Y, sin embargo, esa sensación… esa casi incomodidad en el cuerpo… como quien siente que lo están mirando y entonces levanta la vista de golpe, seguro de que va a descubrir a quienes lo miran… y encuentra a todos de espalda. Nadie mira, nadie controla, nadie pide nada… sin embargo…
sólo queda una certeza: Nunca tomaré un metro sin boleto en Berlín.
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¿Me gustó Berlín?
Creo que no.
¿Me gustó estar en Berlín?
Me resultó apasionante.
¿Volveré?
Supongo que sí. Como volvemos a ver aquellas películas casi
sin diálogo, en donde no pasa nada y sin embargo todo el tiempo intuimos que
algo está por pasar.