Duelos de la adultez


Son los dos duelos de la adultez, duelos necesarios.
Duelos que duelen.

I
El primero es el más obvio, el que, de alguna manera ya sabemos: El duelo de ya no ser hijo
Porque habitar la orfandad es condición imprescindible para ser nosotros mismos. Por supuesto, hablo de la orfandad más allá de la muerte o no de nuestros padres biológicos, la orfandad de ya no tener alguien que nos diga "está bien" o "está mal".
La orfandad de que ya no haya juez, no haya nota, no haya parámetro más que el que nosotros decidamos que haya.
Y qué difícil.
Porque muchas veces obedecemos y muchas otras peleamos pero siempre (o casi) buscamos aquel techo, aquel refugio, aquel elogio o aquella crítica (finalmente es lo mismo) que nos defina, que nos valide (o nos invalide), que nos nombre.
Y así, soy bueno, malo, exitoso, fracasado, lindo, feo, genial, idiota... soy nombres que nuestros padres nos han dado. Nombres que, como todo nombre, habla más del que nombra que del nombrado.
Pero sin embargo... ¿quien soy si no soy aquel que nombraron?
Nombres que anhelamos o que odiamos tener, pero que llevamos con nosotros y con los que nos identificamos.
Como nuestros nombres de pila.

Por eso, abismarnos a la orfandad, al no techo de los padres.
A armar el propio techo.
A nombrarnos nosotros a nosotros.
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II
Sin embargo, este no es el único duelo.
Porque como en la otra cara de la moneda, un duelo quizá más complejo aún que aquel se nos aparece.
Nos explota, quizá, en el rostro.
Nos sorprende y nos angustia.
El duelo de dejar de ser padres.

Porque ¿Como dejar de ser padres incluso cuando mi hijo está allí, frente a mí?
Porque así como a nuestros 23 o 24 años ya somos adultos y esto implica ya no tener padres o solo tener padres biológicos pero sin ninguna funcion; así, digo, de la misma manera, cuando nuestros hijos tienen 23 o 24 años ya son adultos. Y nosotros ya no somos sus padres o solo somos padres biológicos pero sin ninguna función.
(Si, si, pero... ¿ninguna? ¿ninguna ninguna? Si. Ninguna).
Obviamente los amamos, obviamente los ayudaremos si eso es bueno para ellos y para nosotros (lo cual es lo mismo), obviamente queremos lo mejor.
Pero... terminó.
Terminó nuestro rol.
(Aun recuerdo un querido paciente a quien le decía algo de esto referido a su relación con su hija de unos 25 años mientras él lloraba silencioso.)

Por supuesto, el hecho de que termine nuestro rol también nos permite una libertad y un vínculo mucho más hondo y bello con nuestros hijos.
Pero antes (o durante) hay que habitar el duelo. Ya no somos el parámetro. Ya no nombramos.
Nuestro hijo buscará sus propios nombres y, si es verdaderamente adulto, estos nunca serán exactamente los que nosotros pusimos.
Y claro, esto no se ha dado de ayer para hoy sino que ha sido un proceso que se ha ido dando desde el principio.
Porque ser padre también es despedirse de ser padre palmo a palmo.

Y entonces, nosotros.
¿Qué nos queda allí donde estaba nuestro hijo?
¿Cuales son nuestros proyectos?
¿Como es nuestra pareja?
¿Donde volcamos nuestro amor?
Porque nuestro hijo no es nuestra vida.
Porque nuestro hijo ni siquiera es nuestro.
Es de la Vida, primero.
Y de sí mismo, luego.

Y aquí vamos cuando intentamos algo de la salud.
Duelando.
Duelando y celebrando.
Celebrando la Vida; la nuestra, la de nuestros hijos, que ya no lo son y la de nuestros padres, que ya no nos nombran.

Porque quizá vivir (verdaderamente vivir) sea también algo parecido a despedirse de la vida palmo a palmo