Auschwitz (Polonia)


Auschwitz es un pozo oscuro, una mancha de aceite que se va metiendo y se te acomoda allí, al costado. Una mancha que pesa, un núcleo mudo que va modificando levemente su forma para entrar cada vez un poco más, casi sin que te des cuenta, hasta que se instala en un lugar inaccesible, allí donde nunca la ves y siempre está.

Hugo Mujica, el enorme poeta y ensayista argentino, dice "Dios es la pregunta, la respuesta ya es el hombre". Con Auschwitz pasa algo similar, Auschwitz es una pregunta. Un "¿Cómo puede ser?" que no tiene respuesta, porque la respuesta lo minimiza, lo hace comprensible, lo limita. Y Auschwitz no tiene límites (o casi).

Es la negación de Dios, el reverso, la media dada vuelta, la contracara, la espalda. Si, la sombra. No está al nivel de Dios porque, finalmente, se refiere a él, pero casi.

Es lo que muestra lo que puede hacer la proyección de la propia oscuridad, lo que genera el enceguecimiento en la búsqueda del ideal.

Sin embargo, Auschwitz no es algo monstruoso (o sí, si quieren, pero ahí ya lo alejamos), es algo humano, profundamente humano. Todos tenemos nuestros pequeños Auschwitz cotidianos; tanto menos notorios, tanto menos escandalosos, tanto menos juzgados; todos tenemos nuestras pequeñas pero implacables manchas de aceite y las volcamos sobre los demás. Todos decimos "soy mejor que vos, no deberías existir" o "este rasgo o característica tuya no debería existir" o (y cuántas veces) "este rasgo o característica mía no debería existir". Sí, porque en nuestros Auschwitz interiores somos, a la vez, el nazi y el judío.

El impacto mudo que me produjo entrar a Auschwitz fue sólo perceptible en una parte pequeña, la conmoción no es algo que sucedió de golpe, es algo que va sucediendo, aún días después de haberme ido.

Las camas cuchetas amontonadas, las letrinas impúdicas, los colchones infectos, las abismales celdas de castigo (una de las cuales sólo tiene espacio para un hombre de pie y en la que metían cuatro, las horcas)… y, por supuesto, los zapatos, las ollas y cacharros, las valijas con los nombres, el cabello que no termina nunca

Las historias

Las historias de las personas que allí estuvieron


Auschwitz es un pozo oscuro, una mancha de aceite que se va metiendo y se te acomoda allí, al costado.

Parece inabarcable. Y en realidad lo es (o casi)


Sin embargo, después te llevan a Auschwitz-Birkenau y entonces te das cuenta de que hay un plus del infierno. Porque es lo mismo, es exactamente lo mismo, pero allí las barracas son de peor calidad aún, y las letrinas y las cuchetas y las celdas, y…

Y el descampado.

El descampado interminable

Y las vías del tren que llegaba.

Y, por supuesto, las cámaras de gas.


Fui a Auschwitz porque soy de descendencia judía, aunque no profeso la religión judía ni tampoco estoy demasiado de acuerdo con lo poco que conozco.

Fui a Auschwitz porque soy un ser humano y siempre me interesó (o, quizá, más que eso) intentar entender cómo el ser humano puede hacer algo así.

Fui a Auschwitz porque quizá presiento que, si algo de la comprensión de esos campos llegara a mí, también habría una luz de mi propia comprensión de mí mismo que se extendería un poco más.

Fui a Auschwitz buscando alguna respuesta y comprendí que algo de eso que busco está en la pregunta.

Luego de casi cuatro horas de estar en los campos comencé a caminar hacia la estación de Oswiecim, donde tomaría el tren que me devolvería a Cracovia.

El tren llegó, abrí la puerta, entré y casi que me desplomé en el asiento, entrando casi instantáneamente en un estado parecido al sueño, pero más; como una zona viscosa, breosa, espesa e interminable en la que, me di cuenta luego, había estado ya en muchos otros momentos de mi vida antes de Auschwitz.

Y en la que, algunas veces, sigo estando.